lunes, 18 de octubre de 2010

POR MI CULPA

by Arnold Lota Schwagger

Los obispos coloniales sancionaban los bailes, las falditas cortas, los besos en público. También quienes no tenían “cédula de haberse confesado” no podían ingresar al hospital. En este libro la Iglesia que no cesa y que ayuda a resolver los grandes conflictos sociales da la cara y se confiesa.

Crucificada, cuestionada y querida, ésa es la cruz actual de la Iglesia. Abusos a niños, relaciones de párrocos con prostitutas, un cura haciendo misa con sólo diez personas el domingo. La Iglesia que ayudó y ayuda a los pobres, que los representa, que auxilia a las personas ante el horror humano, como en la dictadura militar de Chile, y que interviene ante el conflicto mapuche. La Iglesia no descansa.
Pero la historia es larga y ruega por nosotros para que la sepamos. Y un aporte es el libro que acaba de publicar editorial Universitaria, el segundo tomo de la “Historia de la Iglesia en Chile”. El primero se subtitula “En los caminos de la conquista espiritual” y ahora el tema es “La Iglesia en tiempos de la Independencia”. Dos tomos de cinco. Los siguientes serán publicados anualmente.
El libro, presentado por monseñor Alejandro Goic y dirigido por Marcial Sánchez Gaete, está escrito por una serie de historiadores especialistas en el área. Aquí, la Iglesia y el proceso de emancipación, la jerarquía eclesiástica en la Independencia, y otros mitos arman la Biblia personal de una historia local.

LA MANO DEL ESTADO
Durante el proceso de emancipación en el país el rol desempeñado por la Iglesia se caracterizó por el estrecho vínculo con el poder político, “procurando la mantención de la cohesión de la sociedad”, escribe el magíster en Historia, Ulises Cárcamo, en el ensayo que abre el volumen.
Tiempos en que la Iglesia gozaba de beneficios, como percepción de diezmos, no pagaban impuestos y “primicias” para solventar los gastos. La Iglesia, no sólo se hizo cargo de las necesidades espirituales, sino que cumplió una labor de control social de la mano del Estado.
Y tan potente era el vínculo que mandaron con viento fresco a la Compañía de Jesús. La expulsión de los jesuitas, en agosto de 1767 en Chile -sería también en Hispanoamérica- fue entre otros motivos por su crítica al desarrollo de teorías populistas acerca de la fuente del poder político. Dos años después de su salida se impusieron “Las Instrucciones”, que consistían simplemente en promover “una adhesión y fidelidad absoluta al sistema de gobierno imperante”.
La moral pública era pan de cada día. Los obispos coloniales sancionaban los bailes, las falditas cortas, los besos en público, los escotes femeninos y los brazos desnudos, acciones que eran calificadas como “indecentes y provocativos”.
Otra de las actitudes mantenidas por la Iglesia era el control del ejercicio espiritual, esto porque los párrocos realizaban listas de asistentes a las misas, y marcaban con una cruz al que se había confesado y dos puntos al que comulgaba.
Las restricciones se trasladaron también a los hospitales, ya que las autoridades eclesiásticas dejaban en claro que no admitían a enfermo, “español o indio o negro, que no lleve cédula de haberse confesado”. Pero la alternativa existía, ya que el capellán del hospital podía hacer la paleteada para una especie de confesión express lo que permitía entrar a pabellón o por lo menos a la sala de espera.
Ya el Sínodo de 1688 declaraba la censura de algunas fiestas populares como los juegos de chueca de los indígenas porque con esto se fomentaba la borrachera y posibles conspiraciones “levantamientos y sediciones”.
Incluso para mendigar se exigía que el cura de la parroquia vecina le otorgase al año una cédula “previa constancia de haber cumplido, el interesado, con el precepto anual de la Santa Madre Iglesia”. A su vez los clérigos debían mantener el pelo corto y de mujeres ni hablar. Sólo debían acompañarse en público de su madre o hermanas. Una cuestión inapelable era la participación en los juegos de azar y por ningún motivo podían andar con naipes bajo la sotana.
Con respecto a los monasterios femeninos, se encontraban ocho instalados en Santiago, los que estaban bajo el régimen de clausura, lo que implicaba, “la prohibición que tienen ellas de salir del monasterio y la imposibilidad de la entrada de alguien extraño al recinto”.
Incluso ninguna podía subirse al techo, ni menos escalar un árbol “que sobrepase con sus ramas al claustro”. Y como las excepciones generalmente existen, sólo en caso de incendio, catástrofe o inundación podían salir del recinto, previa evaluación del obispo.

MOVIMIENTOS DEL ESPÍRITU
La finalidad de la Inquisición en Chile y el control social originado en el Concilio de Trento, capítulo tratado por Macarena Cordero (doctora en Historia), fue “la de mantener la ortodoxia católica, en decir, la fe libre de herejías, principal valor político, jurídico y social protegido por la Corona, la Iglesia y la sociedad en el Antiguo Régimen”.
Por ello eran vigiladas las personas que circulaban “las ideas ilustradas” y la lectura de “libros declarados prohibidos por la Iglesia”, pero como la mayoría de la sociedad era analfabeta el propósito era un tanto absurdo.
En Chile los tribunales inquisitoriales contaban con los siguientes funcionarios: Inquisidores, notarios, receptores, alguaciles y carceleros. Además, de los comisarios que resguardaban el principio de la fe, que podía ser el cura del pueblo o se podía designar a una “persona honesta para desempeñar el cargo”.
Ya en el siglo XIX, Benjamín Vicuña Mackenna fue una piedra en el zapato para la Iglesia, o por lo menos hizo un ruido de pies. Sobre la instalación del Santo Oficio en América y del carácter del monarca Felipe II, señaló que su “conciencia era una hoguera e infierno”, que buscaba “herejes que quemar”.
Otro aspecto tratado en la “Historia de la Iglesia en Chile” es la religiosidad en la población. Y como ejemplo se pone el terremoto que azotó a Valparaíso en noviembre de 1822, el que da cuenta de los movimientos del espíritu, como deja constancia las memorias de Richard Longeville, quien recuerda que después de “haber pasado el peligro del momento, aunque los remezones continuaron… algunos hombres se azotaban desnudos de la cintura arriba y se golpeaban con manojos de espinas hasta que sus espaldas laceradas manaban sangre”. Varios andaban con su crucifijo entre los brazos.

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